¿Alguna vez te has detenido a pensar en lo cruelmente injusto que es este sistema con las personas que menos tienen? No hablamos solo de desigualdad. Hablamos de castigo. De un sistema que penaliza cada intento de sobrevivir siendo pobre. Que hace que pagar por lo básico sea más caro si no tienes dinero. Que te agota, te endeuda, te culpa y luego te dice que es tu culpa. A eso se le llama impuesto a la pobreza.
No es una metáfora. Es una realidad cotidiana que millones de personas viven todos los días. Y no es casualidad. Es una estrategia sistémica para que quienes menos tienen, nunca puedan tener más.
¿Qué es el impuesto a la pobreza?
El impuesto a la pobreza no es un tributo legal. No aparece en las leyes fiscales ni lo cobra Hacienda. Pero es tan real y violento como cualquier otro impuesto. Es una forma invisible —pero constante— de hacer que las personas pobres paguen más, simplemente por serlo.
Este impuesto surge de la manera en que el sistema económico está diseñado: no para reducir la pobreza, sino para perpetuarla. Quien nace sin privilegios está condenado a un ciclo de penalizaciones económicas, sociales y políticas que se refuerzan entre sí.
El impuesto a la pobreza se manifiesta en los precios más altos, en los servicios de peor calidad, en los intereses abusivos, en las oportunidades cerradas. Y todo eso, mientras el discurso oficial insiste en que la pobreza es culpa individual.
La pobreza como castigo estructural
Vivimos en una cultura que glorifica el mérito individual. Se repite hasta el cansancio que “el que quiere, puede”. Pero esa frase solo funciona si ya partiste desde un lugar privilegiado.
En la práctica, la pobreza es una trampa de la que es casi imposible salir, no porque las personas no se esfuercen, sino porque el sistema se asegura de poner obstáculos en cada paso: transporte deficiente, servicios de salud precarios, educación de mala calidad, empleos mal pagados, vivienda cara y lejana, inseguridad permanente.
Y si logras avanzar, el sistema se cobra el doble por cada pequeño paso. Esa es la lógica brutal del impuesto a la pobreza.
¿Cómo se ve el impuesto a la pobreza en la vida diaria?
El impuesto a la pobreza se cuela en cada rincón de la vida cotidiana. Empieza en lo más básico: quienes tienen menos no pueden comprar por volumen, así que mientras una familia con recursos llena la despensa en una sola visita a Costco y ahorra en cada unidad, una persona con salario precario tiene que comprar por día, en la tiendita de la esquina o en el Oxxo, pagando mucho más por mucho menos. La diferencia no está en la cantidad que consumes, sino en lo que puedes adelantar. No puedes darte el lujo de planear, así que pagas el precio de la improvisación constante.
También se manifiesta en el acceso al crédito. Mientras los bancos premian a quienes ya tienen dinero con tarjetas sin intereses, líneas extensas de crédito y tasas mínimas, a las personas pobres solo les queda acudir a tiendas como Elektra o Coppel, donde un celular, un refrigerador o una cama terminan costando el triple. Los “paguitos chiquitos” que parecen accesibles son, en realidad, trampas diseñadas para mantenerte endeudado. Y si te atrasas, no solo se disparan los intereses: también llegan amenazas, acoso y hasta violencia por parte de cobradores.
Ahorrar también es un castigo. Si no tienes un saldo mínimo en tu cuenta bancaria, te cobran comisión. Si no tienes historial, te niegan un crédito. Si ganas poco, simplemente no te dan las condiciones para salir adelante, pero sí te exigen que lo hagas. La vivienda digna también se vuelve un lujo: para rentar necesitas aval, ingresos comprobables, depósitos, requisitos imposibles para alguien que vive al día. Así que acabas en zonas inseguras, lejanas, sin servicios, pero pagando más por transportarte todos los días al trabajo.
La salud también tiene su propio peaje clasista. El sistema público es lento, insuficiente y en muchos casos, inoperante. Así que te ves forzada a ir a consultas privadas, pagar medicamentos caros o automedicarte. Comer saludable tampoco es una opción: los productos frescos y orgánicos son costosos y muchas veces inaccesibles en zonas populares. En cambio, la comida ultraprocesada, chatarra y dañina, está al alcance de todos los bolsillos. Así que también se paga con el cuerpo y con la salud lo que no se puede pagar con dinero.
Y todo eso, además, se suma a la constante pérdida de tiempo y energía. Las personas pobres pasan horas en transporte público porque no pueden pagar Uber o tener un auto. Hacen filas interminables para trámites, dependen de horarios rígidos, no pueden hacer home office, ni tomarse un respiro. La pobreza no solo cuesta dinero: cuesta vida. Y cada día que pasa, el sistema se encarga de recordártelo.
Ejemplos de cómo se ve el impuesto a la pobreza
Aquí una lista extensa de cómo opera este castigo cotidiano:
- Comprar en tiendas pequeñas o de conveniencia donde todo cuesta más.
- No poder comprar por volumen ni aprovechar promociones.
- Usar transporte público lento y peligroso por no tener auto.
- Pagar más por servicios de salud privados ante la ineficiencia del sistema público.
- Acceder a créditos con tasas altísimas o con prestamistas violentos.
- Comprar en Coppel o Elektra y terminar pagando el triple por un mueble.
- No cumplir el mínimo mensual en el banco y que te cobren comisiones.
- No tener historial crediticio y que te nieguen préstamos o hipotecas.
- Alquilar en zonas inseguras o lejos del trabajo porque no alcanza para otra cosa.
- No tener internet en casa y depender de cibercafés o datos móviles carísimos.
- Comprar celulares a pagos semanales con intereses descomunales.
- Acceder solo a trabajos informales sin prestaciones, sin seguridad, sin estabilidad.
- Comer menos saludable porque la comida chatarra es más barata y accesible.
- No poder atender tu salud mental porque la terapia es un lujo.
- Tener que trabajar más horas para sobrevivir y no tener tiempo para descansar.
- No poder ahorrar porque todo tu ingreso se va en sobrevivir.
- No tener acceso a productos ecológicos, reutilizables o sustentables.
- Pagar uniformes, cuotas y materiales en escuelas “gratuitas”.
- Tener que recurrir a empeños constantes que te dejan en números rojos.
- Que te cobren más caro por no tener tarjeta bancaria.
- Que no puedas rentar algo digno sin aval, buro limpio o tres veces el ingreso.
- Que te nieguen empleo por no tener buena presentación o acceso a tecnología.
- Que no puedas mudarte porque no puedes pagar depósito, fianza y mudanza.
- Pagar más por medicamentos genéricos que igual están adulterados.
- Comprar ropa barata que se rompe y debes reponer constantemente.
- Vivir con miedo constante de un gasto imprevisto que lo arruine todo.
Esto es violencia. Esto es sistema. Esto es castigo por ser pobre.
¿Por qué existe el impuesto a la pobreza?
Porque conviene. Un sistema que castiga a las personas pobres se asegura de que siempre haya mano de obra barata, personas endeudadas, cuerpos agotados que no tienen tiempo ni energía para organizarse o exigir justicia.
La pobreza sostenida no es un error del sistema. Es una de sus herramientas más eficaces. Las élites económicas y políticas necesitan mantener a millones de personas en la cuerda floja, sobreviviendo, creyendo que si trabajan un poco más, lograrán salir… mientras el sistema se encarga de empujarlas de nuevo hacia abajo.
¿Y la culpa? También está diseñada
A las personas pobres no solo se les castiga económicamente. También se les culpa. Se les señala como “flojas”, “irresponsables”, “malgastadoras”. Se les exige que “emprendan”, que “piensen positivo”, que “hagan más con menos”.
Así, el sistema se deslinda. La culpa deja de ser estructural para volverse personal. Y en ese aislamiento, la persona pobre se convence de que es ella la que falló. Que si no puede ahorrar, es porque “no se organiza bien”. Que si vive endeudada, es porque “no sabe administrarse”.
Este discurso de la culpa individual es fundamental para que el sistema funcione. Porque mientras culpamos al individuo, nadie se atreve a señalar al verdadero culpable: el sistema que lo estrangula desde que nació.
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¿Qué podemos hacer?
El primer paso es nombrarlo. Reconocer que el impuesto a la pobreza existe. Visibilizarlo. Contarlo. Compartirlo. Dejar de callarlo o justificarlo con frases de autoayuda.
El segundo, es cuestionar la raíz del problema: la estructura económica, política y cultural que sostiene estas injusticias. No se trata de caridad. No se trata de “ayudar a los pobres”. Se trata de desmantelar el sistema que los empobrece a propósito.
Y por último, es necesario organizarnos. Porque una persona endeudada puede ser vulnerable. Pero miles de personas conscientes pueden ser peligrosas para quienes lucran con la pobreza.
Conclusión: la trampa está puesta… y sí tiene nombre
La pobreza sistémica no es un accidente. Es un diseño. Un mecanismo perfectamente afinado para que todo cueste más si no tienes. Para que el camino hacia una vida digna esté lleno de trampas, sobreprecios y castigos.
Y si tú lo estás viviendo, que quede claro: no es tu culpa.
No es que no sepas ahorrar. No es que no te esfuerces. No es que no quieras salir adelante.
Es que el sistema está diseñado para que no puedas hacerlo.
A eso se le llama impuesto a la pobreza. Y denunciarlo es el primer paso para romperlo.
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